Veteranos de guerra
Peruanos que ganaron el nobel
Domingo, 01 de abril de 2012
DEVASTADA. Cuando los militares peruanos llegaron a la meseta del Golán, en junio de 1974, encontraron los vestigios del enfrentamiento entre Israel y Siria. El punto exacto en el que el auto del capitán César Mendoza (lentes) pisó una mina antitanque.
Mario Vargas Llosa no fue el primer peruano en recibir la distinción de la Academia Sueca. En 1988, el Nobel de la Paz fue concedido a los Cascos Azules de la ONU, por haber apaciguado una serie de conflictos bélicos en el mundo. En el grupo estaban 859 militares peruanos que actuaron en la Guerra de Yom Kipur, en el Oriente Medio, en 1974. DOMINGO ubicó a algunos veteranos y reconstruyó una actuación hasta hoy ignorada.
Por GHIOVANI HINOJOSA
Foto RUBÉN GRÁNDEZ
El sol era tan fuerte que permitía freír un huevo en la capota del auto. Solo se necesitaba un poco de aceite. La sal era opcional. El capitán César Mendoza viajaba a bordo de un jeep modelo Willys, un vehículo capaz de atravesar cerros como un equilibrista. Lo acompañaba el teniente Arce, además del chofer. El objetivo del viaje era reconocer el material bélico que había quedado abandonado en la zona luego del combate sirio-israelí, en octubre de 1973. César hervía de calor. Se daba aire con las palmas de las manos. Sacaba los brazos a través de la ventana. Suspiraba. Cerraba los ojos y se imaginaba a sí mismo debajo de un árbol, frotándose el cuerpo semidesnudo con bloques de hielo. Solía hacer esto tras el almuerzo, cuando el día llegaba a su punto más caliente y sobrepasaba los 40 grados centígrados.
Pero ahora César Mendoza estaba al interior del auto, con los ojos chinos, avizorando el horizonte. La vía que transitaban era una trocha de piedras rodeada de campos verdes. Los pastos crecidos impedían ver claramente el sendero. Avanzaron a tientas. Lentamente. Gotas de sudor bajaban por la frente del capitán. Se acercaron a un tanque que lucía abandonado. Misión cumplida, pensaron. Se alegraron. Se congratularon con unas palmaditas en el hombro. No terminaban aún de festejar cuando sintieron un sacudón brutal en la parte trasera del Willys. Era como si de la tierra hubiera emergido un puñete del diablo. El jeep trastabilló unos segundos antes de detenerse. César estaba encorvado, temblando. Sintió una extraña calentura en el asiento. Se apuró en sacar la cabeza por la ventana y vio una de las llantas ardiendo en llamas. Habían pisado una mina antipersonal.
Salieron corriendo del auto y, en medio de la humareda, empezaron a tantear el suelo con varitas de metal. Querían saber si había más explosivos en el lugar. La lógica era simple: si el terreno les devolvía el sonido de otro metal, consideraban que estaban frente a una mina; si lo que oían era el eco sordo de la tierra, podían avanzar unos metros. Luego de unos instantes, no pudieron caminar más. Sus miradas coincidieron aterradas. Estaban en el centro de un campo minado. Después se sabría que la noche anterior un grupo de israelíes había sembrado estos explosivos con el fin de “volar” a los voluntarios polacos de las Naciones Unidas. La herida abierta por los nazis en los guetos de Varsovia no había cicatrizado. Tres militares peruanos destacados en el desierto del Sinaí, cerca de la frontera egipcio-israelí, habían muerto tres meses atrás por la activación fortuita de una mina antipersonal. Estaban instalando su carpa y hundieron una de las estacas en el pedazo de tierra equivocado. Fueron declarados héroes de la paz mundial. Los batallones les rindieron homenaje. Los noticieros repitieron sus nombres. Ganaron fama. El resto comprendió bien el mensaje: para ser un héroe había que morir primero. César maldijo en sus adentros la mala suerte que tuvo de haber sobrevivido.
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Algunos judíos tuvieron la suerte de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Pero desde que fundaron el Estado de Israel, en 1948, no dejaron de tener conflictos con los países árabes, que denunciaban una invasión prepotente de su territorio. En la Guerra de los Seis Días, de 1967, Israel terminó ocupando la península del Sinaí (perteneciente a Egipto) y la meseta del Golán (parte de Siria). La semilla de una nueva batalla estaba sembrada. El 6 de octubre de 1973, cuando los judíos celebraban el día central de su calendario religioso, el Yom Kipur, miles de egipcios y sirios abrieron fuego en la frontera contra Israel. Querían recuperar a la fuerza los terrenos perdidos. Los judíos contraatacaron. El combate dejó 21 mil muertos.
Naciones Unidas estableció dos zonas de paz en las fronteras. Una en el desierto del Sinaí y otra en la meseta del Golán. Militares de diversos ejércitos, entre ellos el panameño, el sueco y el senegalés, viajaron a la zona como Cascos Azules. En noviembre de 1973, llegó el Batallón Perú. El primer contingente participó en la liberación de 20 mil soldados egipcios atrapados en el Canal de Suez. El segundo y el tercer grupo se repartieron a lo largo de 30 kilómetros de la frontera sirio-israelí para garantizar in situ el cese del fuego. La guerra era principalmente aérea. Cualquier cosa podía llover del cielo.
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El soldado Alberto Hernández tenía la mirada clavada en el firmamento. Era medianoche. Sus dos compañeros de carpa dormían sobre un suelo que olía a cartucho y sangre rancia. Un mechero de kerosene rescataba su rostro de la oscuridad. Alberto estaba sentado en la entrada y tenía entre manos un libro avejentado: No me pregunten si amo, del escritor judío Amos Kollek. Contaba la historia de un militar que vio morir a sus amigos más queridos en la batalla. El soldado estaba cansado. Se echó sobre la cama de lona y cerró los ojos. La noche sonó a grillos. De pronto, la alarma del lugar empezó a sonar. Era un ruido circular, ensordecedor.
–Puta madre, otra vez –dijo Alberto.
Y corrió desesperado hacia la zanja que había a veinte metros de la carpa. En el camino se tropezó con algunas piedras. Se rieron de él. Cuando logró acomodarse en el búnker, el cielo del Golán ya estaba encendido. Decenas de cohetes eran disparados hacia el sur de Líbano. Los aviones israelíes y árabes amenazaban con sus movimientos. Alberto Hernández tenía la guerra encima de su cabeza.
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El 18 de julio de 1975, el Batallón Perú inició su retorno a Lima. La mayoría de sus integrantes volvió a los cuarteles de los que había salido. Perdieron el contacto entre ellos. En 1988 los Cascos Azules de la ONU obtuvieron el Premio Nobel de la Paz. Alberto Hernández vio la noticia en el periódico y le dijo a su esposa: “¡He ganado el Premio Nobel!”. Nadie le dio importancia. Tuvo que confinar el asunto a sus momentos de fanfarronería personal. Pero todo cambió cuando Vargas Llosa obtuvo el galardón el 2010. Los veteranos advirtieron la real magnitud de su vivencia y salieron en busca del tiempo perdido. Se reunieron entre ellos, revivieron los recuerdos, fundaron una asociación. César Mendoza, el hombre que había dejado de ser héroe por no morir en un atentado sintió por primera vez la suerte de haber sobrevivido.
EL ESTRAGO DE LO VIVIDO
Al menos 28 miembros del Batallón Perú han muerto desde que regresaron de la Guerra de Yom Kipur en 1975. Se trata de 11 oficiales, 9 auxiliares, 5 de tropa y 3 civiles. De acuerdo con el teniente coronel (r) Walter Salcedo, presidente de la Asociación Batallón Especial Perú, la mayoría de estas personas murió por descalcificación ósea o cáncer de hueso. La cercanía en el campo de batalla con armas y materiales químicos habría afectado su salud. Se cree que hay muchos soldados del grupo en una situación similar. La asociación busca juntar a los ex combatientes y asistir a aquellos que estén enfermos. Más información en el blog batallonperu.blogspot.com o llamando al 999-765-255.
el glorioso Batallon Peru
ResponderEliminarel glorioso Batallon Peru, merese un justo reconocimiento publico del gobierno
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