lunes, 27 de septiembre de 2010

Pistas del trasiego del hampa peruana a Chile



Así como Australia era lugar de castigo para los delincuentes de Inglaterra, durante el tiempo del virreinato del Perú, la Capitanía General de Chile era el botadero de todos los indeseables del Perú. El tribunal de la Inquisición se encargaba de poner orden y reprimía por igual delitos comunes y conducta contraria a la moral y a la religión. Así, los casos más graves eran sancionados en la hoguera, en la que eran quemados vivos los sentenciados o en imagen (“estatua”) si habían muerto o estaban prófugos.


Siendo Lima el centro del virreinato en donde se concentraban las riquezas que obtenían los españoles del extenso virreinato, esta activa vida comercial, intelectual y política atrajo también a gran número de individuos al margen de la ley (como sucede hoy en todas partes del mundo).

Nuestro renombrado escritor Ricardo Palma publicó en 1897 la tercera edición de su obra Anales de la Inquisición de Lima*, en la cual expone lo que encontró en los archivos de la Biblioteca Nacional, que estaban a disposición de todos los investigadores, entre ellos estudiosos chilenos que llegaban a Lima.

Cuando los rateros chilenos atacan al Perú y finalmente ocupan la capital, la Biblioteca Nacional se convirtió en blanco de incontrolable saqueo. A lo largo de la historia, en las guerras se reconoce lo que son trofeos de guerra: armas del enemigo, banderas o insignias, dinero en efectivo; pero no libros ni bibliotecas.

Ricardo Palma
El afán chileno al saquear la Biblioteca Nacional del Perú no era sólo entorpecer el desarrollo de la cultura del país atacado; también esta ratería se explica porque los chilenos que habían consultado el material de nuestra Biblioteca comprobaban con desagrado el papel de vertedero o basurero social en que las autoridades virreinales limeñas habían convertido a la Capitanía General de Chile.

Nuestro tradicionista, que fue Director de la Biblioteca nacional, vivió en carne propia la barbarie de los incontrolables rateros que se llevaban libros y manuscritos por carretadas. Con amargura escribe en el prólogo de Anales de la Inquisición de Lima: “Referencias hay en estas páginas á obras y manuscritos que existieron en la Biblioteca de Lima. Fatalmente, este edificio fué entrado á saco en Marzo de 1881, y los cincuenta mil volúmenes que contuvo de los que ocho mil se contraían exclusivamente á la América colonial, sólo Dios conoce las manos á donde habrán ido” (p. 5).

Está claro que los terroristas chilenos, con la mascarada de considerar botín de guerra lo que son bienes culturales, en verdad lo que buscaban era retirar de la luz pública los documentos que demostraban el importante papel que el detritus humano del virreinato había tenido en la formación de la nación chilena. Esto, añadido al hecho histórico de que el conquistador Francisco Pizarro mandó a Chile, tierra baldía, sin riquezas y con etnias primitivas, a Diego de Almagro y sus huestes para deshacerse de ellos y no compartir los tesoros incaicos, generó en los chilenos contemporáneos un gran resentimiento heredado de los almagristas, que habían retornado al Perú furiosos por el engaño y desencadenaron una guerra civil contra Pizarro.

Desde el desengaño de Almagro y hasta el final del virreinato Chile siempre fue una tierra a donde nadie quería ir. Por ello iba gente obligada a hacerlo, esto es, los presidiarios, soldados y curas.

Con saqueo y todo, Ricardo Palma llega a individualizar casos de desterrados a Chile, con nombre y apellido. Entre los nombres de expulsados a Chile que registra Palma tenemos:


Feliciana Fritis, bruja (p. 99)
Juan de Ochoa, promiscuo sexual (p. 99)
Felipe de Latorre, bígamo (p. 99)
Nicolás de Araus y Borja, farsante y zahorí (p. 100)
Juan de Cerda, bígamo (p. 100)
Juan Bautista Gómez, bígamo (p. 101)
Matías de Cabrera, bígamo (p. 101)
Bernardo de Aguirre, bígamo (p. 101)
Matías de Aybar, promiscuo sexual (p. 114)
Nicolás Benito Campuzano, bígamo (p. 115)
Pedro Martín de Orellana, bígamo (p. 116)
Francisca Andrea de Benavides, bruja y alcahueta (p. 116)
Inés de Peñalillo, bruja (p. 116)
Petronila Guevara, bruja (p. 117)
María Barreto y Navarrete, bruja y farsante (pp. 117-18)
José Nicolás Michel, embustero y falso sacerdote (p. 120)
Pedro Sigil, falso sacerdote e idólatra (p. 120)
Calixto de Erazo, bígamo (p. 121)
Domingo Llanos de Espinola, polígamo (p. 121)
Juan José Otárola, bígamo (pp. 121-22)
Juan Antonio Pereira, blasfemo (pp. 126-27)
Diego Pacheco, falso sacerdote (p. 127)
Rafael de Pascual y Sedano, hereje (pp. 127-28)
José Zegarra, falso sacerdote (p. 128)
Juan de Salas, bígamo (p. 129)
Juan José Meneses, brujo y blasfemo (p. 142)
José Pantaleón, agitador antirreligioso (p. 143)
Francisco del Rosario, agitador antirreligioso (p. 144)

Esto es lo que ha podido rescatarse, lo demás —documentos sobre otros delincuentes más peligrosos— lo robaron los chilenos para tratar de ocultar el sustrato maligno de las castas que proliferaron en su país.

La gran mayoría de los desterrados era enviada a Valdivia, a la isla Juan Fernández o a la ciudad de Concepción. En esta pequeña muestra se nota una mayoría de transgresores religiosos (blasfemos, herejes, falsos sacerdotes, brujos), contingente que llegó a tener una influencia multiplicada. Hasta el día de hoy en Chile los Diez Mandamientos (especialmente el sétimo “No robarás” y el quinto “No matarás”) son una curiosidad cultural (para ellos no es religiosa) que les estorba, puesto que la conducta de Chile como nación está basada en el robo y en el homicidio.

Almagristas dando muerte a Pizarro

Para mayor burla, esta gente que por razones históricas lleva en sus genes la incredulidad religiosa y el instinto primitivo de apoderarse de lo ajeno a como dé lugar (si es matando, mejor) no vacila en utilizar sin ningún respeto el nombre y persona de Cristo, y se han atrevido a levantar el llamado “Cristo de la Concordia” en Arica, para infundir el mensaje de que Cristo avala el robo territorial perpetrado contra Bolivia y el Perú.

Aparte de las raíces demográficas, de los núcleos de lumpen antirreligioso que llegaron a Chile, la iniciativa chilena de erigir la mencionada estatua debe verse como continuación natural de la prédica antiperuana y antiboliviana del clero chileno que, alejándose del mensaje de paz y fraternidad de Cristo, incitaba a las masas chilenas al robo y al homicidio, presentando a Bolivia y al Perú como naciones que merecían el castigo de Dios por la mano de Chile. De esta manera, esa campaña de azuzamiento al robo, al asesinato y al terrorismo que duró décadas —según demuestra Carmen McEvoy en su libro Armas de disuasión masiva— no sólo recibió la bendición de los sacerdotes chilenos, sino que ellos mismos la propiciaron desde el púlpito y la intensificaron durante el transcurso de la guerra.

La mona, aunque de seda se vista…


* Vuelta a publicar en Lima en 1997, en edición facsimilar.

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