Victoria en Tarapacá: "Belisario Suárez iba adelante en su ágil caballo blanco. Era el punto de mira de todo el ejército, electrizado por el ejemplo."
Cuatro días después de la batalla de San Francisco, los chilenos alcanzan al ejército peruano en Tarapacá. - Esperan refuerzos. - Contingentes respectivos de los ejércitos. - El ejército peruano estaba desorganizado. - Tarapacá. - Sorpresa y valerosa defensa de los peruanos. - El historiador Vicuña Mackenna quiere atenuar la derrota de los chilenos. - Los peruanos, aun faltándoles municiones, obtuvieron una espléndida victoria. - Porque no aprovechó en modo alguno al Perú. - Los peruanos se dirigen a Arica. - Fanfarronadas chilenas. - El desierto de Tarapacá queda en poder de los chilenos.
General Juan Buendía, Vencedor de Tarapacá, General en Jefe del Ejército del Sur |
Después del simulacro de batalla de San Francisco, el ejército chileno permaneció inactivo, como si estuviese clavado en sus posiciones, por espacio de cuatro largos días; mientras todo exigía que se hubiese puesto inmediatamente en persecución del enemigo, desde la misma noche del 19: la posición de éste era tan triste que, una vez alcanzado, hubiera acabado necesariamente por rendirse. El Estado Mayor chileno no salió de su torpor sino en la mañana del 24, enviando una pequeña fuerza de caballería e infantería por el camino que atravesaran cuatro días antes las tropas peruanas.
Esta fuerza llegó sin inconvenientes a Tarapacá; y sabiendo que el enemigo se encontraba provisoriamente acampado allí, en tan deplorables condiciones de hacer suponer que, incapaz de batirse, se habría necesariamente rendido al simple acercarse de una división enemiga, por débil que fuese, su primera idea fue la de adelantarse inmediatamente, e intimarle la rendición. Después, escuchando consejo más prudente, decidió esperar, antes de intentar la empresa, los refuerzos que diligentemente pidió y obtuvo del cuartel general; y al amanecer del 27, con la completa confianza de hacer prisionero al enemigo sin disparar un tiro, se presentaron los chilenos sobre las alturas que dominan la pequeña aldea de Tarapacá. Sus fuerzas las hacen ellos ascender a 2,500 hombres, entre caballería e infantería, y diez cañones; los adversarios dicen por el contrario que fueron más de 5,000. A nuestro juicio, ambas cifras son equivocadas: es un hecho, que el combate de Tarapacá fue sostenido por la división Arteaga, que el 19 trajo consigo de Pisagua el General en Jefe, y que se quedó en Jazpampa, cuando la retirada y dispersión del ejército de los aliados hizo inútil su presencia en San Francisco; y puesto que resulta de los documentos y partes oficiales chilenos, que dicha división se componía entonces de 3,500 hombres (1), todo dice y hace creer que éste precisamente, aumentado con los 400 hombres que habían salido antes de Dolores, fuese el número de los chilenos que tomaron parte en la jornada de Tarapacá, es decir 3,900 entre todos.
Esta fuerza llegó sin inconvenientes a Tarapacá; y sabiendo que el enemigo se encontraba provisoriamente acampado allí, en tan deplorables condiciones de hacer suponer que, incapaz de batirse, se habría necesariamente rendido al simple acercarse de una división enemiga, por débil que fuese, su primera idea fue la de adelantarse inmediatamente, e intimarle la rendición. Después, escuchando consejo más prudente, decidió esperar, antes de intentar la empresa, los refuerzos que diligentemente pidió y obtuvo del cuartel general; y al amanecer del 27, con la completa confianza de hacer prisionero al enemigo sin disparar un tiro, se presentaron los chilenos sobre las alturas que dominan la pequeña aldea de Tarapacá. Sus fuerzas las hacen ellos ascender a 2,500 hombres, entre caballería e infantería, y diez cañones; los adversarios dicen por el contrario que fueron más de 5,000. A nuestro juicio, ambas cifras son equivocadas: es un hecho, que el combate de Tarapacá fue sostenido por la división Arteaga, que el 19 trajo consigo de Pisagua el General en Jefe, y que se quedó en Jazpampa, cuando la retirada y dispersión del ejército de los aliados hizo inútil su presencia en San Francisco; y puesto que resulta de los documentos y partes oficiales chilenos, que dicha división se componía entonces de 3,500 hombres (1), todo dice y hace creer que éste precisamente, aumentado con los 400 hombres que habían salido antes de Dolores, fuese el número de los chilenos que tomaron parte en la jornada de Tarapacá, es decir 3,900 entre todos.
Coronel Belisario Suárez, Vencedor de Tarapacá, Jefe del Estado Mayor |
En cuanto a los peruanos, no pasaban de 5,000, de los cuales, cerca de 3,600 se encontraban en la aldea misma de Tarapacá, y 1,400 unas cuantas millas más allá, en Pachica, en marcha para Arica; de manera que las primeras seis horas de combate, comenzando desde las nueve de la mañana, fueron sostenidas únicamente por los 3,600 hombres que se hallaban en Tarapacá. La división de Pachica tuvo noticia de la llegada de los chilenos en Tarapacá, en el momento mismo en que comenzaba la lucha, mientras se preparaba a continuar su marcha hacia Arica: no pudo encontrarse sobre el campo de batalla sino a las tres de la tarde; y como fácilmente se comprende fue la que decidió del éxito de la jornada (2).
Atendiendo a los precedentes de San Francisco y al lamentable estado en que se encontraban los batallones peruanos en Tarapacá la confianza que animaba a los chilenos, de hacerlos prisioneros con poca o ninguna fatiga, no era completamente sin fundamento.
En dirección a Arica, donde principalmente los empujaba la falta de vituallas, el hambre que lentamente los consumía desde tantos días, los peruanos se habían detenido en Tarapacá con el solo objeto de hallar un poco de reposo después de tantos días de largas y fatigosas marchas, y de esperar a la quinta división que había salido la última de Iquique, para entrar reunidos en Arica. Esta división, caminando a marchas más que forzadas en un desierto impracticable, por seis días consecutivos, había llegado a Tarapacá, rendida y fatigada, la mañana del día antes, 26; cuando, en atención a los muy pocos recursos que pudo ofrecer la pequeña aldea de Tarapacá, era preciso ya salir de allí. Sin embargo, para dar un día a lo menos de reposo a esta división, que literalmente no se tenía de pie, se hizo salir adelante una división de 1,400 hombres (la que luego volvió desde Pachica), aplazando la salida del resto del ejército para las últimas horas del día después, 27.
Por consiguiente, la mañana del 27, casi en el momento de emprender la desastrosa marcha, que tenía todo el aspecto e importancia de una fuga —pues sino del enemigo, huían de las privaciones del desierto— el pequeño ejército del Perú hallábase aún como lo vimos al alejarse de las faldas de San Francisco, en estado de completa desorganización. Salvo pocas excepciones, puede decirse que no había oficiales: los que no habían desertado después de los hechos de San Francisco, habían perdido todo prestigio ante sus soldados, los cuales no podían dejar de reprocharles su mala conducta del día 19, delante del enemigo. Había, es verdad, unos cuantos oficiales que, por sí mismos muy dignos de consideración, todavía conservaban su propia autoridad, como Buendía, Suárez, Cáceres, Bolognesi y Ríos que mandaba la división que había llegado de Iquique, y otros de igual mérito: pero, si con sus esfuerzos podían conseguir mantener unida aquella gente (lo que no era poco en aquellas circunstancias, y que hubiera sido imposible con soldados menos buenos), no eran suficientes para atender a todo, y para levantar el espíritu de aquellos hombres que, después de haberse visto tan mal dirigidos y guiados y hasta cierto punto víctimas de la traición de sus jefes más inmediatos, se veían todavía rodeados de dificultades y privaciones de todo género, con la terrible perspectiva más o menos próxima de tener que sufrir el hambre más espantosa quien sabe por cuantos días. Disciplina, por consiguiente, tenían poca o ninguna; y exceptuando el hecho de permanecer todos juntos, de no desertar, cada uno tenía tácitamente la facultad de obrar a su albedrío.
Como prueba de cuanto antecede baste saber, que no hacían ninguna de las tantas operaciones propias a un ejército en campaña, ni aun las que tan imperiosamente exigía su misma seguridad personal. Nadie pensaba al enemigo que dejaban a las espaldas, y que debían suponer ocupado en su persecución: Vivían en el mayor olvido de todo, sin avanzadas, sin patrullas de inspección y sin tener ni aun siquiera una centinela que pudiera avisarles su llegada, en el caso nada improbable de que esto llegase a suceder. Y aquí hay que advertir, que situada la pequeña aldea de Tarapacá en el fondo de un estrecho valle, cuya mayor anchura no pasa de un kilómetro, entre dos cadenas de cerros elevados y escabrosos, su situación debía necesariamente ser de las más críticas y difíciles en el caso de una sorpresa por parte del enemigo, el cual podía ocupar sin ser apercibido las alturas de los cerros, como efectivamente sucedió la mañana del 27, y desde allí fusilarlos a mansalva, antes que tuvieran tiempo de salir de aquella especie de profundo canal en que se encontraban (3).
Esta circunstancia era precisamente la que fortalecía más la confianza que abrigaba el ejército chileno de hacerlos prisioneros a poca costa, pareciéndole, y no sin razón, casi imposible toda tentativa de resistencia, una vez que se hubiesen dejado sorprender en Tarapacá, aun independientemente de toda otra consideración.
Como la sorpresa sucediera, y como los peruanos encontraron medio de salir de su difícil y casi desesperada situación, lo sabremos por el escritor chileno tantas veces citado.
“Hallábase el Coronel Suárez bajo un corredor, firmando una papeleta para distribuir unas pocas libras de carne de llama al batallan Iquique –35 libras por batallón– cuando, apeándose de sus mulas tres arrieros que habían salido en la mañana a sus quehaceres por los cerros del oriente, corrieron a decirle que el enemigo coronaba las alturas por el lado opuesto. Y no habían aquellos acabado de hablar, cuando otro arriero revolvía del camino de Iquique con la misma terrible noticia… Eran las nueve y media de la mañana del 27 de noviembre cuando oyóse en todos los cuarteles y puntos de hospedaje del bajio el bronco sonar de las cajas de guerra que tocaban generala… alistáronse todos, sin acuerdo previo, para salir de la ratonera en que estaban metidos, dominando a un mismo tiempo las alturas del suroeste y del noroeste que emparedaban la quebrada como hondo cementerio… No había por allí senderos practicables, pero los soldados alentados generosamente por sus oficiales, trepaban los farellones a manera de gamos, apoyándose en sus rifles… El Coronel Suarez, Jefe del Estado Mayor, esta vez como en todas las precedentes iba adelante, y su ágil caballo blanco, encorvándose en la ladera para afianzar sus cascos y su avance, era el punto de mira de todo el ejército electrizado por el ejemplo. Eran las diez de la mañana, y la terrible batalla de Tarapacá que fue propiamente una serie de batallas en un mismo Campo Santo, iba a comenzar (4).”
El soldado peruano probó una vez más, en la sangrienta lucha de Tarapacá, como en los tiempos de la guerra de la independencia, sus excelentes cualidades personales, y lo mucho que se podría conseguir de él si tuviese una buena oficialidad. Sorprendido por el enemigo cuando menos se lo esperaba, casi encerrado en un foso sin salida, y cuando por sus excepcionales condiciones del momento, así materiales como morales, debía necesariamente encontrarse tan débil de ánimo como de cuerpo, supo, no solamente salir del foso para ponerse enfrente de un enemigo que lo dominaba y fusilaba a discreción, sino también combatir valerosamente durante largas horas, y conseguir una victoria tan espléndida como inesperada. Para obtener todo esto, no pudo contar más que sobre su valor personal, sostenido apenas por el ejemplo y la voz de un pequeño número de buenos oficiales. Sin artillería y sin caballería, de que el enemigo estaba abundantemente provisto, sin plan de batalla y sin hallarse confortado por alimentos buenos y suficientes (habiendo sido sorprendido mientras se estaba preparando el mezquino rancho, al cual estaba reducido desde algún tiempo), el soldado peruano se adelantó intrépido y resuelto contra el enemigo; lo fue a buscar hasta dentro de sus mismas posiciones, que estaban defendidas por diez buenos cañones y por las bien aprovechadas asperezas del suelo; y luchando cuerpo a cuerpo, en un encarnizado combate varias veces suspendido, para tomar aliento y volverlo a empeñar cada vez con vigor siempre creciente, le tomó sus cañones y sus banderas, lo desalojó de sus posiciones, y lo hizo retroceder varias millas en completa derrota. Si el soldado peruano hubiese tenido todavía a su disposición, suficientes cartuchos para seguir haciendo fuego diez minutos más, la jornada hubiera concluido con la pérdida completa e inevitable de toda la gruesa división chilena (5).
Aunque, movido por su excusable amor de patria, se afane Vicuña Mackenna en atenuar la indudable derrota de los suyos, la verdad no deja de hacerse de vez en cuando camino, aunque más o menos ahogada, en el curso de su apasionada narración: así es que exclama: “La pérdida que más profundamente afligiera el corazón de la República en aquella luctuosa jornada, en que por la primera vez en larga historia (¡un país que nació ayer!) dejó Chile sus cañones y su bandera en manos enemigas, fue aquella de los dos Jefes etc. etc… La derrota tan temida por el chileno, va a consumarse... Pero ¡oh fortuna! las filas peruanas vacilan y se detienen en medio de la pampa. ¿Qué acontece? ¿Qué orden, ni cual causa sujétalas misteriosamente en el camino de su inminente victoria?” Después, enumeradas con su habitual prolijidad las diversas causas, comprendida la de la falta de municiones, que a su entender, detuvieron en el mejor momento las tropas peruanas, continua: “No es posible precisar duda tan ardua, porque lo más cierto tal vez fue que todas esas causas influyeron a la vez en la mente de los jefes peruanos para contener el final avance que iba a traer a sus banderas un señalado e histórico triunfo (6).”
Ya en completa derrota, los chilenos no hacían más que huir a la desbandada por el camino de su cuartel general de Dolores, de donde esperaban numerosos refuerzos, cuando los peruanos, que desde largo rato no hacían fuego más que con las armas y municiones de los muertos y heridos chilenos, viendo que no tenían un solo cartucho que quemar, se encontraron obligados a detener una persecución ya bastante prolongada; y es indudable, que si hubiesen tenido un poco de caballería o algunas municiones más, el ejército chileno se hubiera visto obligado, o a caer prisionero, o a dejarse acuchillar impunemente; porque hacía tiempo ya que no oponía ninguna resistencia, si se exceptúan solamente algunos raros casos de individuos aislados, que de cuando en cuando descargaban todavía sus armas. Pero, si favorecido por un evento tan extraño a él y a su acción, pudo el ejército chileno tan inesperadamente salvarse de una ruina cierta y completa, no por esto la jornada de Tarapacá dejó de ser una espléndida victoria para las armas peruanas; victoria que será para la historia tanto más bella y significativa, cuanto más justamente se calcule la diversa situación en que se encontraban los dos ejércitos combatientes. Las pérdidas fueron: muertos y heridos chilenos 758, prisioneros 56; muertos y heridos peruanos 497.
Sin embargo, esta victoria, la única que cuente el Perú en todo el curso de la guerra, y tan bien ganada como hemos visto, no pudo en modo alguno mejorar la suerte de la lucha en la cual se hallaba empeñado, atendida la excepcional condición, que el lector conoce, en la cual se encontraba el ejército vencedor, y que la victoria no modificó ni podía modificar. Tenía necesidad de víveres, de pan; y la victoria conseguida sobre el enemigo no podía dárselos, porque no era éste quien lo privaba de tales artículos de primera necesidad, sino el desierto que lo rodeaba por todas partes, y la incapacidad del Presidente de la República y director supremo de la guerra, que indolente y ocioso en Arica, nada había hecho y nada hizo para socorrerlo. Tenía necesidad de municiones de guerra, de cartuchos; y la victoria no hizo más que hacerle consumar los pocos que aún le quedaban. Su situación, después de la victoria, era todavía más desesperada que antes. Aún prescindiendo de la imposibilidad de mantenerse en Tarapacá sin víveres; si el enemigo volvía al ataque, lo que era fuera de duda, teniendo cerca de siete mil hombres todavía en el próximo campo de Dolores, no hubiera podido responder a sus fuegos, ni aun con un solo disparo.
De consiguiente, el ejército vencedor se vio obligado a continuar sin demora su marcha hacia Arica, ya fijada para aquel mismo día 27. La victoria no había podido influir más que en retardarla de algunas horas; y a la medianoche, entre el 27 y el 28, mientras los deshechos batallones chilenos, temerosos de ser atacados al amanecer se alejaban a toda prisa del último campo de batalla, las victoriosas fuerzas peruanas, después de haber escondido bajo la arena los cañones tomados al enemigo y que por falta de caballos no podían llevarse consigo se ponían lentamente en camino, tristes y hambrientos, en dirección a Arica.
Gracias a esto, el ejército chileno quedó único señor y dueño en el desierto de Tarapacá; y tanto los hombres políticos como los escritores de Chile sacaron argumento de aquí, para negar la derrota sufrida por las armas de su país en la batalla de Tarapacá, la única que se hubiese realmente combatido hasta entonces; pues, como el lector ha visto, no puede darse ese nombre ni al desigual combate de Pisagua, donde 900 bolivianos y peruanos fueron embestidos por diez mil chilenos, ni a la insignificante escaramuza de San Francisco, que se redujo únicamente al intempestivo y aislado ataque de una sola división peruana contra las formidables posiciones chilenas; ataque que el mismo ejército chileno consideró como un simple reconocimiento preliminar hecho por el enemigo; de tal manera que se preparó para la verdadera batalla que creía aplazada para el día siguiente, y que la deserción de las divisiones bolivianas y la felonía de algunos jefes y oficiales peruanos hizo imposible.
Dice Vicuña Mackenna: “Los dos ejércitos alejábanse del sitio por opuestos rumbos (varias horas después del combate) silenciosos y sombríos… El enemigo que se creía transitoriamente vencedor por las ventajas momentáneas del asalto, comenzaba la fuga hacia Arica, abandonando en el campo de batalla sus heridos (7), los cañones que nos habían arrebatado por acaso, y el país que nosotros habíamos venido a quitarles por la razón o por la fuerza.
¿Cuyo era entonces y en definitiva el vencimiento militar? A la verdad, sí en la quebrada de Tarapacá hubiera habido victoria para los enemigos y provocadores injustos de Chile (siempre la misma fábula del lobo y el cordero), habría sido ella interina, si tal pudiera llamarse, al paso que el éxito de las operaciones que allí terminaron fue para las armas de Chile un éxito asombroso y completo (8).”
El éxito de las operaciones a que se refiere el historiador chileno fue la posesión del desierto de Tarapacá. Pero, como hemos visto ya, esta posesión no fue en manera alguna conquistada por el ejército chileno con la fuerza de las armas; habiendo salido por el contrario, gravemente batido y diezmado, en la única batalla que hubo a sostener con el enemigo en dicho desierto. Esta posesión la obtuvo como simple consecuencia del abandono que hizo de ella el enemigo: abandono que a su vez fue efecto de varias causas, todas independientes de la acción de las armas de Chile; a saber: de la deslealtad o retirada como quiera llamarse, del boliviano Daza; de los malos hábitos revolucionarios de la mayor parte de los jefes y oficiales del ejército aliado peruano-boliviano, y más que todo, de la incapacidad del Gobierno peruano, que dejó su ejército abandonado a sí mismo en medio al vasto desierto, sin víveres y municiones de guerra; de modo que éste debió huir, no del enemigo, sino del territorio mismo que debía defender, y que lo mataba de inanición. Si el general Prado, que permanecía inútilmente en Arica con cerca de 5,000 hombres de los mas escogidos y disciplinados, se hubiese adelantado con una buena provisión de víveres y municiones hacia Tarapacá, como era su deber, inmediatamente que tuvo conocimiento de la vuelta de Daza, los sucesos hubieran ciertamente cambiado de aspecto de una manera muy notable.
La posesión del desierto de Tarapacá no fue de consiguiente, como pretende el historiador chileno, el éxito de las operaciones del ejército de Chile, las cuales no pudieron ser más mezquinas e infelices, a pesar de cuanto lo favoreciera la fortuna, y de los grandes medios de que disponía. Fue por el contrario efecto del inmenso malestar interior que roía por tantos conceptos a las dos repúblicas aliadas Perú y Bolivia; las cuales, así por mar como por tierra, en la batalla de Tarapacá como en las posteriores de Tacna y de Lima, no fueron de ninguna manera vencidas por el enemigo, sino que se echaron a sus pies ellas mismas, deshechas y aniquiladas por sus facciones políticas internas, y por todos aquellos vicios que eran una consecuencia natural de sus muchos años de revolución y desgobierno.
Quedando dueño del desierto de Tarapacá, la posesión de cuyas fabulosas riquezas era desde tanto tiempo su sueño dorado, Chile se lanzó sobre ellas con toda el ansia de una inveterada codicia prodigiosamente crecida con el trascurso del tiempo, de día en día, por el largo esperar y por la necesidad que poco a poco se hacía sentir cada vez mas imperiosa, de aliviar con su producto las exhaustas arcas del Tesoro. Se instaló en aquel territorio como en su casa; y a la par que los productos aduaneros, hizo suyos también todos los del salitre y del guano.
Notas
(1) Véase Benjamín Vicuña Mackenna, 1880. Historia de la Campaña de Tarapacá, t. II, Santiago de Chile: Imprenta y Litografía de Pedro Cadot, pág. 912.
(2) “El General Buendía llegó a contar en Tarapacá más de 5,000 hombres… Tan lejos estaban de pensar que serían perseguidos, que el mismo día 26 mandó el General Buendía que marchasen adelante (por el camino de Arica) dos destacamentos con unos 1,400 hombres, y él quedó en Tarapacá con otros 3,600 que necesitaban todavía de una noche de descanso. Allí durmieron como en los días de más perfecta paz, sin siquiera colocar centinelas avanzadas en los alrededores y sin sospechar que el enemigo se hallaba en las inmediaciones.”
Diego Barros Arana, 1880. Historia de la Guerra del Pacífico, 1879-1880. Santiago: Librería Central de Servat y Compañía, pág. 171.
(3) “En el momento en que llegaba el Comandante Santa Cruz (Jefe de un batallón chileno) frente al pueblo de Tarapacá, hallábase entregado el ejército peruano, salvado únicamente por la inercia culpable de nuestros jefes, en las pacíficas tareas de cuartel, las armas en pabellones en las calles, en los patios, bajo los corredores y los árboles, hirviendo en las pailas de fierro de los cuerpos el escaso arroz y la más escasa carne de su vianda, sin un puesto avanzado, sin un puesto a caballo o a pie para dar aviso… El desgreño de la confianza era absoluto, y nadie a esas horas pensaba sino en seguir pacíficamente el derrotero de los altos, volviendo la espalda al osado invasor… La división Rios vino ese mismo día (la de Iquique que había llegado por el contrario el día antes) trayendo, sino víveres, un precioso repuesto de municiones, que era la gran carencia del momento.”
Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1039.
(4) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1042 a 1044.
(5) “Al principio del combate éramos escasamente 3,000 hombres de infantería, batiéndonos contra una fuerza de 5,000, dotada de las tres armas y provista de todos los elementos de guerra, porque no solamente éramos inferiores en el número y nos faltaba caballería, sino que nuestros mismos infantes se encontraron sin municiones en un momento dado, teniendo que recoger los rifles y las cápsulas de los muertos, heridos y dispersos enemigos… En diez horas de rudo y encarnizado combate, todos aquellos poderosos elementos (del ejército enemigo) fueron destrozados por la intrepidez y denuedo de nuestros soldados; la infantería y la caballería huyeron en dispersión; la artillería quedó en nuestro poder, como también un estandarte, algunas banderas y numerosos prisioneros.”
Del parte oficial del General en Jefe, General Juan Buendía
“La sola ascensión hasta el nivel de los baluartes contrarios es por sí misma un triunfo, porque la ciudad que nos servía de cuartel general está por todas partes dominada… Antes de combatir, hemos tenido que ponernos en condiciones de hacerlo, entregándonos indefensos a los tiros de los contrarios… El enemigo ocupaba al principiar la acción un campamento de casi una legua, entre el alto de la cuesta de Arica y el de Visagras, y al concluir había retrocedido hasta al cerro de Minta, dos leguas mas allá de sus atrincheramientos.”
Del parte oficial del Jefe de Estado Mayor, Coronel Belisario Suárez
(6) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1121 y 1178.
(7) Los heridos, que por falta de ambulancia no pudieron llevarse con ellos, fueron confiados por los peruanos en la pequeña aldea de Tarapacá a los cuidados de sus habitantes.
(8) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1180 y 1185.
Fuente: Tomás Caivano. 1883. Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. Florencia: Tipografía Dell’Arte Della Stampa, Capítulo IX, “Batalla de Tarapacá”, páginas 293-305.
Visite: http://cavb.blogspot.com/
Atendiendo a los precedentes de San Francisco y al lamentable estado en que se encontraban los batallones peruanos en Tarapacá la confianza que animaba a los chilenos, de hacerlos prisioneros con poca o ninguna fatiga, no era completamente sin fundamento.
En dirección a Arica, donde principalmente los empujaba la falta de vituallas, el hambre que lentamente los consumía desde tantos días, los peruanos se habían detenido en Tarapacá con el solo objeto de hallar un poco de reposo después de tantos días de largas y fatigosas marchas, y de esperar a la quinta división que había salido la última de Iquique, para entrar reunidos en Arica. Esta división, caminando a marchas más que forzadas en un desierto impracticable, por seis días consecutivos, había llegado a Tarapacá, rendida y fatigada, la mañana del día antes, 26; cuando, en atención a los muy pocos recursos que pudo ofrecer la pequeña aldea de Tarapacá, era preciso ya salir de allí. Sin embargo, para dar un día a lo menos de reposo a esta división, que literalmente no se tenía de pie, se hizo salir adelante una división de 1,400 hombres (la que luego volvió desde Pachica), aplazando la salida del resto del ejército para las últimas horas del día después, 27.
Por consiguiente, la mañana del 27, casi en el momento de emprender la desastrosa marcha, que tenía todo el aspecto e importancia de una fuga —pues sino del enemigo, huían de las privaciones del desierto— el pequeño ejército del Perú hallábase aún como lo vimos al alejarse de las faldas de San Francisco, en estado de completa desorganización. Salvo pocas excepciones, puede decirse que no había oficiales: los que no habían desertado después de los hechos de San Francisco, habían perdido todo prestigio ante sus soldados, los cuales no podían dejar de reprocharles su mala conducta del día 19, delante del enemigo. Había, es verdad, unos cuantos oficiales que, por sí mismos muy dignos de consideración, todavía conservaban su propia autoridad, como Buendía, Suárez, Cáceres, Bolognesi y Ríos que mandaba la división que había llegado de Iquique, y otros de igual mérito: pero, si con sus esfuerzos podían conseguir mantener unida aquella gente (lo que no era poco en aquellas circunstancias, y que hubiera sido imposible con soldados menos buenos), no eran suficientes para atender a todo, y para levantar el espíritu de aquellos hombres que, después de haberse visto tan mal dirigidos y guiados y hasta cierto punto víctimas de la traición de sus jefes más inmediatos, se veían todavía rodeados de dificultades y privaciones de todo género, con la terrible perspectiva más o menos próxima de tener que sufrir el hambre más espantosa quien sabe por cuantos días. Disciplina, por consiguiente, tenían poca o ninguna; y exceptuando el hecho de permanecer todos juntos, de no desertar, cada uno tenía tácitamente la facultad de obrar a su albedrío.
Como prueba de cuanto antecede baste saber, que no hacían ninguna de las tantas operaciones propias a un ejército en campaña, ni aun las que tan imperiosamente exigía su misma seguridad personal. Nadie pensaba al enemigo que dejaban a las espaldas, y que debían suponer ocupado en su persecución: Vivían en el mayor olvido de todo, sin avanzadas, sin patrullas de inspección y sin tener ni aun siquiera una centinela que pudiera avisarles su llegada, en el caso nada improbable de que esto llegase a suceder. Y aquí hay que advertir, que situada la pequeña aldea de Tarapacá en el fondo de un estrecho valle, cuya mayor anchura no pasa de un kilómetro, entre dos cadenas de cerros elevados y escabrosos, su situación debía necesariamente ser de las más críticas y difíciles en el caso de una sorpresa por parte del enemigo, el cual podía ocupar sin ser apercibido las alturas de los cerros, como efectivamente sucedió la mañana del 27, y desde allí fusilarlos a mansalva, antes que tuvieran tiempo de salir de aquella especie de profundo canal en que se encontraban (3).
Esta circunstancia era precisamente la que fortalecía más la confianza que abrigaba el ejército chileno de hacerlos prisioneros a poca costa, pareciéndole, y no sin razón, casi imposible toda tentativa de resistencia, una vez que se hubiesen dejado sorprender en Tarapacá, aun independientemente de toda otra consideración.
Como la sorpresa sucediera, y como los peruanos encontraron medio de salir de su difícil y casi desesperada situación, lo sabremos por el escritor chileno tantas veces citado.
Coronel Andrés Avelino Cáceres, Vencedor de Tarapacá, Comandante General de la Segunda División |
“Hallábase el Coronel Suárez bajo un corredor, firmando una papeleta para distribuir unas pocas libras de carne de llama al batallan Iquique –35 libras por batallón– cuando, apeándose de sus mulas tres arrieros que habían salido en la mañana a sus quehaceres por los cerros del oriente, corrieron a decirle que el enemigo coronaba las alturas por el lado opuesto. Y no habían aquellos acabado de hablar, cuando otro arriero revolvía del camino de Iquique con la misma terrible noticia… Eran las nueve y media de la mañana del 27 de noviembre cuando oyóse en todos los cuarteles y puntos de hospedaje del bajio el bronco sonar de las cajas de guerra que tocaban generala… alistáronse todos, sin acuerdo previo, para salir de la ratonera en que estaban metidos, dominando a un mismo tiempo las alturas del suroeste y del noroeste que emparedaban la quebrada como hondo cementerio… No había por allí senderos practicables, pero los soldados alentados generosamente por sus oficiales, trepaban los farellones a manera de gamos, apoyándose en sus rifles… El Coronel Suarez, Jefe del Estado Mayor, esta vez como en todas las precedentes iba adelante, y su ágil caballo blanco, encorvándose en la ladera para afianzar sus cascos y su avance, era el punto de mira de todo el ejército electrizado por el ejemplo. Eran las diez de la mañana, y la terrible batalla de Tarapacá que fue propiamente una serie de batallas en un mismo Campo Santo, iba a comenzar (4).”
El soldado peruano probó una vez más, en la sangrienta lucha de Tarapacá, como en los tiempos de la guerra de la independencia, sus excelentes cualidades personales, y lo mucho que se podría conseguir de él si tuviese una buena oficialidad. Sorprendido por el enemigo cuando menos se lo esperaba, casi encerrado en un foso sin salida, y cuando por sus excepcionales condiciones del momento, así materiales como morales, debía necesariamente encontrarse tan débil de ánimo como de cuerpo, supo, no solamente salir del foso para ponerse enfrente de un enemigo que lo dominaba y fusilaba a discreción, sino también combatir valerosamente durante largas horas, y conseguir una victoria tan espléndida como inesperada. Para obtener todo esto, no pudo contar más que sobre su valor personal, sostenido apenas por el ejemplo y la voz de un pequeño número de buenos oficiales. Sin artillería y sin caballería, de que el enemigo estaba abundantemente provisto, sin plan de batalla y sin hallarse confortado por alimentos buenos y suficientes (habiendo sido sorprendido mientras se estaba preparando el mezquino rancho, al cual estaba reducido desde algún tiempo), el soldado peruano se adelantó intrépido y resuelto contra el enemigo; lo fue a buscar hasta dentro de sus mismas posiciones, que estaban defendidas por diez buenos cañones y por las bien aprovechadas asperezas del suelo; y luchando cuerpo a cuerpo, en un encarnizado combate varias veces suspendido, para tomar aliento y volverlo a empeñar cada vez con vigor siempre creciente, le tomó sus cañones y sus banderas, lo desalojó de sus posiciones, y lo hizo retroceder varias millas en completa derrota. Si el soldado peruano hubiese tenido todavía a su disposición, suficientes cartuchos para seguir haciendo fuego diez minutos más, la jornada hubiera concluido con la pérdida completa e inevitable de toda la gruesa división chilena (5).
Aunque, movido por su excusable amor de patria, se afane Vicuña Mackenna en atenuar la indudable derrota de los suyos, la verdad no deja de hacerse de vez en cuando camino, aunque más o menos ahogada, en el curso de su apasionada narración: así es que exclama: “La pérdida que más profundamente afligiera el corazón de la República en aquella luctuosa jornada, en que por la primera vez en larga historia (¡un país que nació ayer!) dejó Chile sus cañones y su bandera en manos enemigas, fue aquella de los dos Jefes etc. etc… La derrota tan temida por el chileno, va a consumarse... Pero ¡oh fortuna! las filas peruanas vacilan y se detienen en medio de la pampa. ¿Qué acontece? ¿Qué orden, ni cual causa sujétalas misteriosamente en el camino de su inminente victoria?” Después, enumeradas con su habitual prolijidad las diversas causas, comprendida la de la falta de municiones, que a su entender, detuvieron en el mejor momento las tropas peruanas, continua: “No es posible precisar duda tan ardua, porque lo más cierto tal vez fue que todas esas causas influyeron a la vez en la mente de los jefes peruanos para contener el final avance que iba a traer a sus banderas un señalado e histórico triunfo (6).”
Ya en completa derrota, los chilenos no hacían más que huir a la desbandada por el camino de su cuartel general de Dolores, de donde esperaban numerosos refuerzos, cuando los peruanos, que desde largo rato no hacían fuego más que con las armas y municiones de los muertos y heridos chilenos, viendo que no tenían un solo cartucho que quemar, se encontraron obligados a detener una persecución ya bastante prolongada; y es indudable, que si hubiesen tenido un poco de caballería o algunas municiones más, el ejército chileno se hubiera visto obligado, o a caer prisionero, o a dejarse acuchillar impunemente; porque hacía tiempo ya que no oponía ninguna resistencia, si se exceptúan solamente algunos raros casos de individuos aislados, que de cuando en cuando descargaban todavía sus armas. Pero, si favorecido por un evento tan extraño a él y a su acción, pudo el ejército chileno tan inesperadamente salvarse de una ruina cierta y completa, no por esto la jornada de Tarapacá dejó de ser una espléndida victoria para las armas peruanas; victoria que será para la historia tanto más bella y significativa, cuanto más justamente se calcule la diversa situación en que se encontraban los dos ejércitos combatientes. Las pérdidas fueron: muertos y heridos chilenos 758, prisioneros 56; muertos y heridos peruanos 497.
Sin embargo, esta victoria, la única que cuente el Perú en todo el curso de la guerra, y tan bien ganada como hemos visto, no pudo en modo alguno mejorar la suerte de la lucha en la cual se hallaba empeñado, atendida la excepcional condición, que el lector conoce, en la cual se encontraba el ejército vencedor, y que la victoria no modificó ni podía modificar. Tenía necesidad de víveres, de pan; y la victoria conseguida sobre el enemigo no podía dárselos, porque no era éste quien lo privaba de tales artículos de primera necesidad, sino el desierto que lo rodeaba por todas partes, y la incapacidad del Presidente de la República y director supremo de la guerra, que indolente y ocioso en Arica, nada había hecho y nada hizo para socorrerlo. Tenía necesidad de municiones de guerra, de cartuchos; y la victoria no hizo más que hacerle consumar los pocos que aún le quedaban. Su situación, después de la victoria, era todavía más desesperada que antes. Aún prescindiendo de la imposibilidad de mantenerse en Tarapacá sin víveres; si el enemigo volvía al ataque, lo que era fuera de duda, teniendo cerca de siete mil hombres todavía en el próximo campo de Dolores, no hubiera podido responder a sus fuegos, ni aun con un solo disparo.
De consiguiente, el ejército vencedor se vio obligado a continuar sin demora su marcha hacia Arica, ya fijada para aquel mismo día 27. La victoria no había podido influir más que en retardarla de algunas horas; y a la medianoche, entre el 27 y el 28, mientras los deshechos batallones chilenos, temerosos de ser atacados al amanecer se alejaban a toda prisa del último campo de batalla, las victoriosas fuerzas peruanas, después de haber escondido bajo la arena los cañones tomados al enemigo y que por falta de caballos no podían llevarse consigo se ponían lentamente en camino, tristes y hambrientos, en dirección a Arica.
Gracias a esto, el ejército chileno quedó único señor y dueño en el desierto de Tarapacá; y tanto los hombres políticos como los escritores de Chile sacaron argumento de aquí, para negar la derrota sufrida por las armas de su país en la batalla de Tarapacá, la única que se hubiese realmente combatido hasta entonces; pues, como el lector ha visto, no puede darse ese nombre ni al desigual combate de Pisagua, donde 900 bolivianos y peruanos fueron embestidos por diez mil chilenos, ni a la insignificante escaramuza de San Francisco, que se redujo únicamente al intempestivo y aislado ataque de una sola división peruana contra las formidables posiciones chilenas; ataque que el mismo ejército chileno consideró como un simple reconocimiento preliminar hecho por el enemigo; de tal manera que se preparó para la verdadera batalla que creía aplazada para el día siguiente, y que la deserción de las divisiones bolivianas y la felonía de algunos jefes y oficiales peruanos hizo imposible.
Coronel Francisco Bolognesi, Vencedor de Tarapacá, Comandante General de la Tercera División |
Dice Vicuña Mackenna: “Los dos ejércitos alejábanse del sitio por opuestos rumbos (varias horas después del combate) silenciosos y sombríos… El enemigo que se creía transitoriamente vencedor por las ventajas momentáneas del asalto, comenzaba la fuga hacia Arica, abandonando en el campo de batalla sus heridos (7), los cañones que nos habían arrebatado por acaso, y el país que nosotros habíamos venido a quitarles por la razón o por la fuerza.
¿Cuyo era entonces y en definitiva el vencimiento militar? A la verdad, sí en la quebrada de Tarapacá hubiera habido victoria para los enemigos y provocadores injustos de Chile (siempre la misma fábula del lobo y el cordero), habría sido ella interina, si tal pudiera llamarse, al paso que el éxito de las operaciones que allí terminaron fue para las armas de Chile un éxito asombroso y completo (8).”
El éxito de las operaciones a que se refiere el historiador chileno fue la posesión del desierto de Tarapacá. Pero, como hemos visto ya, esta posesión no fue en manera alguna conquistada por el ejército chileno con la fuerza de las armas; habiendo salido por el contrario, gravemente batido y diezmado, en la única batalla que hubo a sostener con el enemigo en dicho desierto. Esta posesión la obtuvo como simple consecuencia del abandono que hizo de ella el enemigo: abandono que a su vez fue efecto de varias causas, todas independientes de la acción de las armas de Chile; a saber: de la deslealtad o retirada como quiera llamarse, del boliviano Daza; de los malos hábitos revolucionarios de la mayor parte de los jefes y oficiales del ejército aliado peruano-boliviano, y más que todo, de la incapacidad del Gobierno peruano, que dejó su ejército abandonado a sí mismo en medio al vasto desierto, sin víveres y municiones de guerra; de modo que éste debió huir, no del enemigo, sino del territorio mismo que debía defender, y que lo mataba de inanición. Si el general Prado, que permanecía inútilmente en Arica con cerca de 5,000 hombres de los mas escogidos y disciplinados, se hubiese adelantado con una buena provisión de víveres y municiones hacia Tarapacá, como era su deber, inmediatamente que tuvo conocimiento de la vuelta de Daza, los sucesos hubieran ciertamente cambiado de aspecto de una manera muy notable.
La posesión del desierto de Tarapacá no fue de consiguiente, como pretende el historiador chileno, el éxito de las operaciones del ejército de Chile, las cuales no pudieron ser más mezquinas e infelices, a pesar de cuanto lo favoreciera la fortuna, y de los grandes medios de que disponía. Fue por el contrario efecto del inmenso malestar interior que roía por tantos conceptos a las dos repúblicas aliadas Perú y Bolivia; las cuales, así por mar como por tierra, en la batalla de Tarapacá como en las posteriores de Tacna y de Lima, no fueron de ninguna manera vencidas por el enemigo, sino que se echaron a sus pies ellas mismas, deshechas y aniquiladas por sus facciones políticas internas, y por todos aquellos vicios que eran una consecuencia natural de sus muchos años de revolución y desgobierno.
Quedando dueño del desierto de Tarapacá, la posesión de cuyas fabulosas riquezas era desde tanto tiempo su sueño dorado, Chile se lanzó sobre ellas con toda el ansia de una inveterada codicia prodigiosamente crecida con el trascurso del tiempo, de día en día, por el largo esperar y por la necesidad que poco a poco se hacía sentir cada vez mas imperiosa, de aliviar con su producto las exhaustas arcas del Tesoro. Se instaló en aquel territorio como en su casa; y a la par que los productos aduaneros, hizo suyos también todos los del salitre y del guano.
Notas
(1) Véase Benjamín Vicuña Mackenna, 1880. Historia de la Campaña de Tarapacá, t. II, Santiago de Chile: Imprenta y Litografía de Pedro Cadot, pág. 912.
(2) “El General Buendía llegó a contar en Tarapacá más de 5,000 hombres… Tan lejos estaban de pensar que serían perseguidos, que el mismo día 26 mandó el General Buendía que marchasen adelante (por el camino de Arica) dos destacamentos con unos 1,400 hombres, y él quedó en Tarapacá con otros 3,600 que necesitaban todavía de una noche de descanso. Allí durmieron como en los días de más perfecta paz, sin siquiera colocar centinelas avanzadas en los alrededores y sin sospechar que el enemigo se hallaba en las inmediaciones.”
Diego Barros Arana, 1880. Historia de la Guerra del Pacífico, 1879-1880. Santiago: Librería Central de Servat y Compañía, pág. 171.
(3) “En el momento en que llegaba el Comandante Santa Cruz (Jefe de un batallón chileno) frente al pueblo de Tarapacá, hallábase entregado el ejército peruano, salvado únicamente por la inercia culpable de nuestros jefes, en las pacíficas tareas de cuartel, las armas en pabellones en las calles, en los patios, bajo los corredores y los árboles, hirviendo en las pailas de fierro de los cuerpos el escaso arroz y la más escasa carne de su vianda, sin un puesto avanzado, sin un puesto a caballo o a pie para dar aviso… El desgreño de la confianza era absoluto, y nadie a esas horas pensaba sino en seguir pacíficamente el derrotero de los altos, volviendo la espalda al osado invasor… La división Rios vino ese mismo día (la de Iquique que había llegado por el contrario el día antes) trayendo, sino víveres, un precioso repuesto de municiones, que era la gran carencia del momento.”
Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1039.
(4) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1042 a 1044.
(5) “Al principio del combate éramos escasamente 3,000 hombres de infantería, batiéndonos contra una fuerza de 5,000, dotada de las tres armas y provista de todos los elementos de guerra, porque no solamente éramos inferiores en el número y nos faltaba caballería, sino que nuestros mismos infantes se encontraron sin municiones en un momento dado, teniendo que recoger los rifles y las cápsulas de los muertos, heridos y dispersos enemigos… En diez horas de rudo y encarnizado combate, todos aquellos poderosos elementos (del ejército enemigo) fueron destrozados por la intrepidez y denuedo de nuestros soldados; la infantería y la caballería huyeron en dispersión; la artillería quedó en nuestro poder, como también un estandarte, algunas banderas y numerosos prisioneros.”
Del parte oficial del General en Jefe, General Juan Buendía
“La sola ascensión hasta el nivel de los baluartes contrarios es por sí misma un triunfo, porque la ciudad que nos servía de cuartel general está por todas partes dominada… Antes de combatir, hemos tenido que ponernos en condiciones de hacerlo, entregándonos indefensos a los tiros de los contrarios… El enemigo ocupaba al principiar la acción un campamento de casi una legua, entre el alto de la cuesta de Arica y el de Visagras, y al concluir había retrocedido hasta al cerro de Minta, dos leguas mas allá de sus atrincheramientos.”
Del parte oficial del Jefe de Estado Mayor, Coronel Belisario Suárez
(6) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1121 y 1178.
(7) Los heridos, que por falta de ambulancia no pudieron llevarse con ellos, fueron confiados por los peruanos en la pequeña aldea de Tarapacá a los cuidados de sus habitantes.
(8) Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1180 y 1185.
Fuente: Tomás Caivano. 1883. Historia de la Guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia. Florencia: Tipografía Dell’Arte Della Stampa, Capítulo IX, “Batalla de Tarapacá”, páginas 293-305.
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